
La superficie terrestre suele embriagarse con refrescantes tragos de lluvia servidos por los nubarrones. Pero ocasionalmente, por eso de romper la rutina, los labios de la tierra se empapan con el metálico sabor de la sangre que brota de las entrañas de los seres humanos. Estos primitivos espectáculos suceden cuando los humanos, intentando vivir en sociedad, decidimos pelear por nuestra “propiedad”.
Desde el origen de la raza humana, los deseos de poseer y defender los bienes, fueron tatuados en la fibra emocional de las personas. Este insaciable apetito de adquirir el dominio de la propiedad, el cual nadie enseñó a los primeros habitantes de la tierra, podría ser un instinto natural de las personas. El antropólogo Robert Ardrey, en su libro The Territorial Imperative: A Personal Inquiry Into The Animal Origins of Property And Nations, argumenta sobre la compulsión innata de las personas, de adquirir propiedades y defenderlas. Según Ardrey la naturaleza territorial de las personas es un razgo genético inexorable. En resumidas cuentas, Ardrey concluye que por dicha razón no existe diferencia entre los animales irracionales y las personas. Estas drásticas aseveraciones tienen argumentos a su favor, pero son debatibles. A pesar de ser, la territorialidad, una característica intrínseca del Homo sapiens, existen marcadas diferencias entre un humano y un primate, pese a que en ocasiones se pueda confundir el uno con el otro.
Para beneficiar nuestro ego y demostrar nuestra superioridad dentro del reino animal, varios pensadores confeccionaron diferentes teorías que justifican nuestro insaciable apetito por dominar la propiedad, sin sacrificar nuestra capacidad racional. Cabe señalar que reconocer nuestra racionalidad, no impide que en ocasiones consumemos actos que reflejen los instintos que le darían la razón a Ardrey. Escudriñar las diversas teorías de la propiedad es imperativo para sobrevivir en la sociedad. Para desenmarañar la jerigonza del derecho real, hay que adentrarse en los rincones del saber, que pocos logran conocer, a mi entender. Allí, donde se reúnen los espejuelos, la tinta, el papel y hoy en día el Internet, se discuten los asuntos del derecho que nos afectan a todos. Luego de destilar algunos fragmentos de las ideas creadas en la psiquis de Hume, Locke, Rousseau y otros, es posible sintetizar una ideología propia.
La propiedad privada, concepto muy arraigado en la sociedad puertorriqueña, conforma el lienzo en el que tanto el utilitarismo, el liberalismo y el contrato social, trazan sus pinceladas. ¿Qué mejor símbolo de la democracia, que la propiedad privada? La productividad, la capacidad de explotar un bien y generar riqueza, deben ser los fines de toda nación compuesta por individuos libres. Una de las ventajas que ofrece el sistema de propiedad privada, en el que cada cual elige como utilizar o disponer de sus bienes, es la oportunidad de poner a trabajar el capital en vez de trabajar por el capital para aumentar el caudal patrimonial. Dicho sistema promueve la competencia -combustible que impulsa el progreso- permitiendo a las personas alcanzar el máximo de sus capacidades, con el objetivo de adquirir bienes e incrementar su patrimonio.
Pero se desata un sobrecalentamiento cerebral y un cortocircuito neuronal, producto de una sinapsis descontrolada, al tratar de explicar, más allá de la selección natural, el origen del derecho real; o sea, demostrar una razón válida por la cual justificar porqué los primeros especímenes de la raza humana se apropiaron de las cosas. Para esclarecer este enigma, sobre el cual muchos han expuesto y defendido sus puntos de vista, debemos trasladarnos al comienzo de la humanidad. Los primeros habitantes de la Tierra, sin saber nada sobre el derecho, se apropiaban de cosas (animales, plantas y demás) que estaban a su disposición para poder sobrevivir, aunque estas cosas no les perteneciesen. Para que se dieran dichas apropiaciones incitadas por la madre de la inventiva (la necesidad), las teorías no fueron necesarias y aún así fueron exitosas, sirviendo como evidencia la perpetuidad de la raza humana. A raíz de lo dicho, el pensamiento se encamina por la senda que dirige a los confines del derecho natural.
Pero, ¿cómo la teoría del derecho natural resulta ser más razonable, que el contra argumento que defiende el supuesto que la propiedad es un derecho reconocido por un grupo de personas, que antes de darse cuenta de su existencia, este derecho no existía?
Pues los bebés, sí los bebés, esos diminutos humanos, son el perfecto sujeto para demostrar que la propiedad es un derecho natural. Los recién nacidos llegan al mundo sin ser consultados, y mucho menos prestan su consentimiento para formar parte de la población. Al igual que su existencia, se les asigna un cuerpo, sin oportunidad de seleccionar el más que les guste. Este cuerpo, el cual llevarán consigo hasta su muerte, es la propiedad que naturalmente les fue asignada. Por tanto, el derecho a la propiedad es independiente de que otros reconozcan que el cuerpo es propiedad exclusiva de cada individuo. Pero esta explicación es solo una pieza del rompecabezas. No puede ser que porque seamos dueños de nuestros cuerpos seamos dueños de cosas externas a este.
En medio del torbellino de ideas, repentinamente irrumpen las ideas de Maquiavelo galopando sobre un corcel llamado egoísmo, intentando esgrimir sus argumentos para explicar el porqué las personas se apoderan de bienes ajenos a su cuerpo. Pero esta respuesta resulta muy maquiavélica y opaca las virtudes positivas, si alguna, que puedan tener las personas. Resulta más conveniente para los racionales -que ocasionalmente se descuartizan unos a otros- empuñar teorías que sirvan para acentuar sus buenos valores. La teoría de la propiedad-trabajo, resulta ser una buena elección para dar continuidad al derecho natural de la propiedad. John Locke, arquitecto de dicha entelequia intelectual, propuso que todo el producto del trabajo es propiedad individual, ya que el trabajo, por virtud del cuerpo es propiedad individual, siendo el cuerpo la principal propiedad natural que convierte a todos los recursos del universo en sus súbditos. Esto supone que lo natural está determinado por la condición humana, debido a que nada ni nadie puede apropiarse de las personas. ¿Pero si esto es cierto, porqué no le llamamos “humanal” en vez de natural? ¿Acaso lo natural no existió antes que las personas? Intentar contestar esta pregunta es harina de otro costal, lo cual nos lanzaría en un mar de hipótesis y teorías del cual no podríamos escapar para poder contestar las pregunta pertinentes a la propiedad.
Ciertamente la apropiación unilateral y el derecho natural, en términos teóricos aparentan ser idóneos para atender el asunto de la propiedad privada. La realidad, desmintiendo las profecías de los sabios de la propiedad, revela que este sistema no es infalible y puede repercutir en serios atropellos contra ciertos individuos. Es imposible extirpar el egoísmo del organismo de la sociedad. Este instinto, que se presenta en forma más aguda en algunos individuos, puede llevar a que las personas que cuenten con mayores capacidades abusen de los menos capacitados. Por menos capacitados debe entenderse ancianos, enfermos mentales y menores de edad, no debe confundirse con mujeres y hombres con capacidad para producir, que por alguna razón se acogen al grupo de los indefensos, quizás esperando ser mantenidos. Este último grupo de capaces, equívocamente declarados incapaces, deben someterse a estrictos regímenes que los lleven a ser ciudadanos productivos. En vez de demonizar el egoísmo, debe aceptarse como condición consustancial de las personas. La sociedad camina por una cuerda floja haciendo equilibrio, cargando a un lado los comportamientos opresivos y en el otro lado cargando los mecanismos que sirven de contrapeso a las conductas opresivas. La humanidad simplemente es así, un constante conflicto provocado por las marcadas diferencias entre los individuos. El lado de la balanza en que estemos depende de: nuestra predisposición genética (la que define nuestra personalidad), la forma que fuimos criados, nuestras condición social y de muchos otros factores que los expertos, en las respectivas materias, podrían explicar.
El Estado debe servir como facilitador para proteger el derecho a la propiedad privada, y al igual que cualquier individuo, nunca debe abusar de su privilegiada autoridad. Pero en el Olimpo, sigilosamente se infiltra el egoísmo y teje sus telarañas de artimañas para que aquellos que sufren de una visión pobre, no logren divisar la trampa, quedando destinados en convertirse en la presa perfecta. La expropiación forzosa resulta ser uno de estos artificios, que convierte a los dueños de propiedades privadas en salmones que anhelan que el agua se congele tan pronto el oso arremete sus garras en el río para detener el impacto fulminante. Cuando se suscitan estas controversias, los ciudadanos deben asumir un rol protagónico e hiperactivo, con tal de convertirse en guardianes del derecho de la propiedad privada que tanto se ha luchado por obtener. Según establecido, algunos de los individuos con mayores ventajas pueden desencadenar una estampida de opresión en contra de los menos capaces, con el único objetivo de acumular más bienes y riquezas. Esta conducta voraz, aunque encuentre límites impuestos por el Estado, debe ser contrarrestada por la intervención de la ciudadanía. De no tomar acción, se trastoca el equilibrio de poder, lo que repercute en daños a las personas y al mercado económico.
El génesis del derecho a la propiedad privada existe por nuestros deseos y capacidades de apropiación, y ha sido entendido gracias a nuestras habilidades de razonar y definir. Mientras la raza humana exista, sin importar las posibles justificaciones, este derecho natural, debe salvaguardarse en el baúl de los tesoros más preciados de un país. Este derecho está en perpetua evolución y enfrentará nuevos retos, como lo es la colonización de Marte y del espacio exterior. El día que se extinga la especie humana, el derecho a la propiedad se desvanecerá. Por eso hoy, y mientras existamos, debemos discutir, pelear, razonar y confraternizar en nombre del Derecho a la propiedad, he aquí la riqueza y hermosura de nuestra complejidad humana.
Por Josué A. Rodríguez Cruz,
Bibliotecario Auxiliar I

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